Y conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres

Muchos son los que citan una y otra vez este versículo, olvidando que forma parte de una promesa condicional.
El versículo anterior dice: “Dijo entonces Jesús a los judíos que habían creído en él: Si vosotros permanecéis en mi palabra, seréis verdaderamente mis discípulos”. Y entonces viene la promesa: “Y conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres”. En otras palabras, el poder liberador de la verdad depende de que permanezcamos en Su palabra.
No basta con conocer la verdad en un sentido intelectual. Debemos obedecerla y practicarla. Cuando vivimos según los preceptos de la Biblia, somos librados de innumerables males.
Tan pronto como obedecemos la llamada del Evangelio, somos librados de la culpa y la condenación e introducidos en la libertad de los hijos de Dios.
Quedamos libres del pecado como nuestro amo; ya no estamos bajo su dominio.
Somos liberados de la ley. No que quedemos sin ley, sino que ahora hemos sido hechos siervos de Cristo. De ahí en adelante es el amor del Salvador y no el temor al castigo lo que nos motiva a la santidad.
Disfrutamos libertad del temor porque el perfecto amor echa fuera el temor. Ahora Dios es nuestro amante Padre celestial y no un Juez severo.
Somos libres de la esclavitud de Satanás. Ya no nos conduce más a su capricho.
Somos libres de la inmoralidad sexual, habiendo huido de la corrupción que hay en el mundo a causa de la concupiscencia.
Somos libres de la falsa enseñanza. La Palabra de Dios es verdad y el Espíritu Santo lleva a Su pueblo a toda la verdad y les enseña a discernir entre verdad y error. Todos aquellos que permanecen en Su palabra son libertados de la superstición y del dominio de los malos espíritus. ¡Qué emancipación es ésta, verse libre del poder de las fuerzas demoniacas!
Somos librados del temor a la muerte, porque lo que antes era el rey del terror, ahora introduce el alma en la presencia del Señor. Morir es ganancia.
Somos librados de hábitos esclavizantes, del amor al dinero, de la desesperanza y la desesperación. De aquí en adelante el lenguaje de nuestro corazón debe ser:
Humilde a tus pies, Señor Jesús; ése es mi lugar; Allí aprendí dulces lecciones, la verdad que me liberta.
Libre de mí mismo, la verdad que de los hombres me rescata; Las cadenas de la mente que una vez me ataban jamás otra vez me ceñirán.
MacDonald